En el sótano había una bala de mortero. La recuerdo omnipresente en todas las casas en que hemos vivido; pero siempre en el sótano, en un lugar donde podíamos verla y, sobre todo, tropezar constantemente con ella. Al parecer, la bala había caído a los pies de mi padre durante la guerra.

Lo cierto es que la bala era pertinaz y entrometida: cada vez que bajábamos a buscar algo la bala se presentaba. Yo creo que nos oía descender la escalera o abrir la puerta metálica o pisar fuerte para hacer ruido y espantar así las cucarachas, las ratas o los monstruos que aguardaban, pacientes y silenciosos, la llegada de alguien que diera sentido a sus demoníacas vidas. La bala nos sentía y rápidamente hacía una estimación tras la que se situaba justo en el lugar donde se encontraba el objeto buscado. Si no es así no puede entenderse lo que pasaba. “Hoy la bala estaba encima de la nevera vieja”, decía una de mis hermanas. “Pues qué raro, porque ayer bajé por la ropa de la mesa-camilla y estaba en la estantería del fondo”, le contestaba otra. Yo pensaba que sí que era extraño, pues un par de días antes Fermín y yo habíamos bajado al sótano y estoy seguro de que la dejamos encima de la caldera. Tal era la situación, que ya no me cabía la menor duda de que la bala maldita tenía alguna intención oculta.

Sea como fuere, la bala estaba en primer plano para hacernos recordar que las apariencias engañan. Porque costaba imaginar a nuestro padre en una situación compartida con una bala de mortero. Lo veíamos pequeño y regordete, con su eterno pitillo en los labios, encorbatado y con un traje de gris riguroso: la viva imagen de un oficinista que batallaba cada día con balances, columnas de números y documentos. Lo suyo, sin duda, era la tinta y no la sangre; sus columnas eran el “debe” y el “haber”, no las de infantería motorizada. No obstante, sabíamos que hubo un tiempo en que las deflagraciones retumbaron en sus oídos, como la presencia de la bala de mortero demostraba. Pasado y presente. Dos hombres distintos. Dos mundos diferentes.

Creía conocer bien la historia, aunque a día de hoy sé que no era así, que las historias de otros, por muy cercanos que sean, siempre están llenas de lagunas que completamos a nuestro antojo. Con la perspectiva que dan los años comprendo que tan solo he dispuesto de unos pocos datos: el vagón de cartería de un tren correo, los últimos meses de 1938, la guerra civil, un explosión lejana, un silbido, una bala de mortero que no explota y queda a los pies de mi padre. Ya no hay más. Y son muchos, demasiados, los interrogantes que hay que satisfacer para construir una narración digna. ¿Por qué estaba mi padre en el tren correo? ¿hacia dónde viajaba ese tren? ¿por dónde entró la bala? ¿quién la disparó? ¿hubo otras que explotaron? ¿qué sintió durante el impacto? ¿quién la desactivó? ¿cómo es posible que la bala quedase en su poder? Son tantas las incógnitas, que en ocasiones he pensado que nada sucedió más allá de unos hechos aliñados en la mente de un niño deseoso de tener una historia que contar.

Con la exigua información de la que disponía he construido decenas de relatos a lo largo de mi vida. En unos, mi padre aparecía como un héroe capaz de vencer sus miedos, arrojarse sobre la bomba para amortiguar los efectos de la explosión y salvar así la vida de un compañero padre de familia, reponerse tras la sorpresa de no estar muerto y aplicar sus conocimientos a la desactivación del artefacto; en otros, en cambio, me centraba en el miedo de un joven envuelto en un conflicto que no llegaba a comprender, vapuleado por unos acontecimientos complejos que contrastaban con la vida simple de quien está comenzando su carrera existencial; hubo algunos en que la bala estaba dotada de ciertas propiedades mágicas que la convertían en un objeto llamado a apropiarse de toda la consciencia de una familia media española; finalmente, también ideé tramas en las que todo era superchería y mixtificación.

Pero ninguna de estas historias era la de mi padre, sino la mía propia. Lo cierto es que él nunca quiso completar esos huecos narrativos. Si se le preguntaba, se limitaba a repetir lo ya conocido y a asentir cuando alguno de nosotros incluía una variable. No parecía querer recordar más allá de lo evidente: en nuestro sótano estaba depositada una bala, sin carga explosiva, aunque intacta en todo lo demás. Un objeto amenazante o glorioso, según se viera. Una incógnita.

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