Al parecer, William Ernest Henley compuso en 1875 el poema «Invictus«:

Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma inconquistable.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
donde yace el Horror de la Sombra,
la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia:
soy el amo de mi destino;
soy el capitán de mi alma.

William Ernest Henley: In Hospital, 1903.

El texto se me antoja un acto de fe en las capacidades personales y no en las humanas; no lo entiendo como confianza en la especie, sino en el yo. Este hecho me hace conectar el poema con una época -la victoriana- y una tradición literaria -la inglesa- que da otras muestras de sentido equivalente.

Es posible que sólo una sociedad dominadora, como la británica de la segunda mitad del siglo XIX, puede favorecer la explosión de fe en las propias fuerzas que muestra el poema de Henley. El yo se enfrenta a la noche que lo envuelve, cuestiona la existencia de la divinidad, sale victorioso de su combate con el presente y reta a un futuro amenazante con su propia voluntad como herramienta. El yo vence porque controla su propia existencia. Así de categórica es la afirmación de los dos versos finales. ¿Cómo podría un individuo mostrar esta autoconfianza formando parte de una colectividad diferente? Todo se contagia, y la nación que en esos años domina el mundo insufla en sus miembros la certeza de que casi todo es posible: encontrar las fuentes del Nilo, construir un imperio continuo del norte al sur de África, exportar su idea de civilización, avanzar en lo tecnológico más allá de lo soñado. El Imperio se continúa en sus artífices y la fuerza de la fe de esos artífices hace posible la empresa colectiva.

Desde el siglo anterior la literatura inglesa había mostrado ejemplos de hombres capaces de vencer sus propias limitaciones y dominar de esa manera la naturaleza. La primera novela burguesa, Robinson Crusoe, es buena muestra de ello. El náufrago solitario, lejos de desesperarse, toma en la isla las riendas de su destino para acometer su empresa colonizadora: calendario, artesanía, ganadería, agricultura, educación del salvaje según los principios occidentales. Robinson, como el yo del poema, también se siente capitán de su alma, amo de su destino, más allá de lo que la caprichosa Fortuna le depare. Así, la isla de Crusoe termina convertida en un lugar habitable para quien se ha negado a renunciar a su idea de civilización.

Muchos años después de Defoe, un contemporáneo de Henley, Rudyard Kipling, dejará un relato que responde también a la misma idea, aunque con un final algo diferente. En El hombre que pudo reinar dos aventureros protagonizan un viaje épico que acabará conduciéndolos a una tierra montañosa más allá de los límites del Imperio Británico. Como Robinson o el yo del poema de Henley, tomarán la decisión de ser dueños de su destino, aunque para ello renuncien a algunos principios morales. Los aventureros de Kipling fracasan en su particular empresa colonial, pero no por ese motivo deja de ser el relato un canto a la abnegación y a la fe superlativa en el poder de la voluntad personal.

Un personaje similar es el Kurtz que Joseph Conrad dibuja en El corazón de las tinieblas. Al igual que los individuos anteriores, superpone su yo a las circunstancias; pero es precisamente esa decisión la que le lleva a la pérdida de toda moralidad y a la locura.

Son muchos los personajes reales y ficticios que la Inglaterra victoriana ha legado al presente como ejemplo de fuerza de voluntad. En un siglo XIX eminentemente burgués y colonizador no tiene ya demasiado sentido un tipo humano temeroso de lo que el destino pueda depararle. El grito de Romeo, desesperado por verse a sí mismo como un juguete de la Fortuna, ha dejado de tener validez por el simple hecho de que el nuevo hombre nacido de la Ilustración no cree en otro destino que el labrado por su propia mano.

En esta línea que arranca con Robinson Crusoe puede enmarcarse Invictus, último filme dirigido por Clint Eastwood sobre una historia de Joseph Carlin. Nelson Mandela, apoyado en la lectura del poema de Henley, asume el gobierno de su nave vital y gracias a esa decisión es capaz de sobrevivir en prisión, evitando su muerte física y moral. La decisión lo ha convertido en héroe. Años después, un Mandela ya presidente entrega a François Pienaar, capitán de la selección sudafricana de rugby, el poema en cuestión y, con él, una idea: el yo puede imponerse a las circunstancias; la decisión de perseverar nos hace avanzar; el avance individual redunda en el bien común si no se pierde el referente moral.

En última instancia, veo en el filme Invictus una ejemplificación del paso de la épica personal a la colectiva. La decisión de Mandela de ser el director de su vida es contagiada a través de Pienaar al grupo de jugadores y, a gracias a ellos, a una nación fracturada en mil pedazos que necesitaba inventarse a sí misma. Hay una escena en el filme que pienso refleja a la perfección ese momento de cambio del yo al nosotros: durante la final de la Copa del Mundo los jugadores se reúnen en círculo para sacar fuerzas de donde casi no las hay mientras un estadio enfervorecido entona Shosholoza. Todos los integrantes del reparto -Mandela, Pienaar, Sudáfrica entera- se hacen uno en ese momento. La nación arco iris ha visto la luz, es la dueña de su alma y la capitana de su destino.

2 comentarios en “Invictus: la épica del yo al nosotros

Replica a Segio Cancelar la respuesta